Miradas y encuentros de Sur a Sur

Uno de los miembros de la comitiva que la vicepresidenta Francia Márquez llevó a Sudáfrica, Kenia y Etiopía en mayo de este año inicia acá su bitácora de viaje: las cavilaciones que le suscitaron verse en el espejo roto de una cultura múltiple y heterogénea.

 

Ilustración de Gabriel Henao.

POR Javier Ortiz Cassiani

Septiembre 14 2023
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A Marleen Palmaers, 

quien supo de qué iba esto.

 

¿Dr. Livingstone, supongo?

Es la frase más icónica de la literatura de viajes. Henry Morton Stanley dice que la dijo –también la escribió– cuando se encontró con David Livingstone la mañana del 10 de noviembre de 1871, en Ujiji, una pequeña aldea al oeste de Tanzania, a orillas del lago Tanganica. Lo breve, si encierra una realidad amplia y compleja, suele convertirse en una cuestión de culto. Hay dudas de si eso fue exactamente lo que dijo Stanley en aquel momento memorable, pero sabemos que la historia no trabaja con lo que sucedió sino con lo que se dice que sucedió. La certeza: el New York Herald contrató al periodista y le costeó una expedición de 20 mil dólares para que siguiera el rastro y encontrara al escocés Livingstone, el viajero de más renombre en el mundo, quien, por supuesto, no estaba perdido, pero hacía rato que Occidente no tenía noticias de él. Eran los tiempos en que los héroes se construían a partir de la divulgación de las hazañas de la explotación de tierras lejanas y del descubrimiento de sitios que los nativos seguramente sabían que existían. Se inventaba el África que conocemos. 

Stanley llevaba 296 días en su búsqueda, y cuando supo que el encuentro era inminente, se preparó como un escolar en la víspera de su izada de bandera; pidió emocionado a su sirviente que le alistara su nuevo traje de franela, que engrasara sus botas y que entizara su gorro y le pusiera un nuevo puggaree alrededor. Dijo que su corazón latía desbocado, que sus piernas temblaban: “Pero no debo dejar que mi rostro traicione mis emociones, y menos aún que le reste valor a la dignidad de un hombre blanco que se presentaba en circunstancias tan extraordinarias”. Aquel lacónico saludo fue estudiado y los editores de la primera edición de esas memorias –publicadas un año después del encuentro con el título de How I Found Livingstone. Travels, Adventures, and Discoveries in Central Africa– se tomaron el trabajo de poner la frase en mayúscula sostenida. Stanley intentaba quitarse de encima –nunca lo logró– la imagen de bastardo galés o de vulgar periodista norteamericano; había nacido en Gales, pero hizo carrera en Estados Unidos y a veces se asumía como estadounidense. Fue una fórmula retórica en su intención de ponerse a la altura de la flema británica con la elegancia presuntuosa y exquisita que experimentaban los viajeros victorianos en las situaciones más excitantes de la vida.

Pienso en esta historia mientras veo a Francia Márquez, vicepresidenta de Colombia, llegar al Hector Pieterson Memorial and Museum, en Orlando West, Soweto, al suroeste de Johannesburgo, la mañana del 13 de mayo de 2023. Me pregunto si conocerá los detalles de este relato. Recuerdo haberla escuchado mencionar en una entrevista el libro El sueño del celta, novela de Mario Vargas Llosa sobre la vida de Roger Casement, uno de los pocos europeos que en su momento se atrevió a denunciar las barbaridades de Leopoldo ii en el Congo Belga, y de Henry Morton Stanley, quien precisamente había sido el aliado del monarca en la zona de contacto para esa empresa colonizadora. La certeza: nos encontramos en Johannesburgo, en el segundo día de la visita de alto nivel de la Vicepresidencia de Colombia a Sudáfrica, que incluye también a Kenia y Etiopía; hace un sol picante, pero estamos ante un clima bipolar que, al igual que en Bogotá, te obliga a ponerte o deshacerte de prendas de vestir siguiendo sus caprichos. Aquí también ocurre un encuentro de personalidades, pero lo que menos se siente en el ambiente es la british flema. Todo lo contario. Las memorias históricas han cultivado sensibilidades comunes que generan confianza y empatía pese a las distancias geográficas. Francia Márquez se reúne con Antoinette Sithole, no se conocen, pero ninguna de las dos está perdida, y los saludos, pese a que ambas tienen que valerse de un traductor para comunicarse, carecen de la cicatería de las segundas intenciones. Tampoco –como dijo alguna vez un Nobel de literatura– acuden a esas maneras de hablar que sirven más para ocultar que para decir. 

Antoinette Sithole es una mujer negra de 64 años, baja estatura, pómulos salientes y ojos rasgados, características físicas comunes en los miembros de la etnia Xhosa, la misma a la que pertenecía Nelson Mandela; es la hermana de Hector Pieterson, un escolar que fue asesinando por la policía sudafricana cuando apenas tenía 12 años en las protestas estudiantiles del Soweto –el 16 de junio de 1976– contra la implementación de la lengua afrikáans como el idioma oficial para la instrucción escolar. La escena es tan icónica como la frase de Stanley a Livingstone y es parte de las consecuencias que un encuentro como aquel generó un siglo después en el continente africano. La foto, que resume una realidad amplia y compleja, la tomó Sam Nzima y se convirtió en un símbolo de la lucha contra el apartheid: Hector Pieterson, moribundo, es cargado en brazos por Mbuyisa Makhubo en una vía destapada y polvorienta de Orlando West (Soweto). A su lado, Antoinette corre con la angustia reflejada en el rostro y en los movimientos de las manos. La policía acaba de dispararle a su hermano en la esquina que forman las calles Moema y Vilazaki. A dos cuadras de ese lugar, en 1992, Nelson Mandela inauguró el monumento en memoria de Pieterson y de todos los estudiantes que murieron en las jornadas de protestas, y el 16 de junio de 2002 –fecha escogida como el día del estudiante a raíz de la muerte de Pieterson– se inauguró el museo que recoge momentos fundamentales de la lucha contra la segregación. Ahora, sin gestos estudiados –al punto que confunden cuál de los ramos de flores es el que debe quedarse allí– Francia Márquez, junto a Antoinette, depositan una ofrenda en el monumento y recorren el museo tomadas de la mano, como dos mujeres que comparten los dolores de la violencia política. Si el encuentro de Stanley con Livingston hubiera sido fotografiado en vez de ser representado en un grabado, la foto del encuentro de Márquez y Shitole sería como una especie de negativo del futuro de aquella imagen.

 

***

 

 Últimamente se vende a África como el continente del futuro y la esperanza, tal vez, solo tal vez, porque en las crisis nos aferramos a los orígenes. Es sabido que los futuros casi nunca resultan como los imaginamos, pero cuando el presente de este viaje era apenas expectativa y ajetreo de maletas, ese encuentro –en su esencia, no en sus detalles– estaba dentro del terreno de lo posible y lo necesario. La tarde del 10 de mayo de 2023, con el coro de una crítica que sigue viendo a África con la lógica y la estética de los encuentros del siglo xix, una numerosa delegación que, de todas formas –hay que decirlo–, era apenas la mitad de la que acompañó a Ernesto Samper a Sudáfrica, Kenia y Marruecos en abril de 1997, partió desde Bogotá a encontrarse con su primer destino en el continente africano.

 “Yo no vine. Me trajeron. A la fuerza”. La que cavila en mis cavilaciones es la esclavizada Analia Turi-Bari, uno de los personajes centrales de La ceiba de la memoria, la novela de Roberto Burgos Cantor. Mientras el avión sobrevuela la selva brasileña, pienso en esta novela y en el sentido de un viaje a la inversa. Imagino que todos, o la mayoría, van repitiendo mentalmente “Yo sí vine. Me trajeron. Porque quise”. Hay un ambiente de comunión en el avión. Gente que se conoce desde hace tiempo. Gente que nunca se ha visto pero se conoce. Gente que nunca se ha visto pero se intuye. Y gente que nunca se ha visto, no se conoce, ni se intuye. El viaje es largo, pero por ahora no lo parece. La esperanza acorta todo, todo es nuevo, todo es inédito. Quizá donde se produce la magia del vuelo, en la cabina, los pilotos del avión B373-700 –que pese al ascetismo de su color gris exterior y a la rigidez de sus letras oficiales en color negro todavía conserva en su interior las pantallas de entretenimiento con logos de la empresa de aviación comercial a la que el Estado debió comprárselo en un remate– tienen un diálogo tan animado como el de aquí. Allá también todo es inédito. Cuatro horas atrás los vi en formación castrense en el aeropuerto militar de Catam, adaptando los rituales acostumbrados para una ruta que nunca han hecho. Faltan catorce horas de vuelo para un continente de esperanzas.

La ciudad portuaria de Recife, en Brasil, fue la primera escala para el abastecimiento de combustible. A esa hora ya uno siente la necesidad de salir del avión, estirar un poco las piernas y darse la oportunidad de echarle un vistazo al cielo del que acaba de descender. Son las once de la noche y para algunos la relatividad del tiempo experimentada por el cansancio empieza a hacer eterno el proceso de tanqueo.  

–¿Podemos bajar del avión? –pregunta alguien que tiene claro que no se puede porque en las indicaciones del itinerario que circuló con varios días de antelación estaba perfectamente especificado que en Recife debíamos permanecer a bordo. 

En estas circunstancias, el interrogante es simplemente un deseo colectivo que una voz osada o desesperada sacó del terreno de lo tácito. Por supuesto, en un grupo tan amplio siempre habrá alguien despistado que, pese a que no es miembro de la tripulación, estará dispuesto a tomarse la pregunta en serio y responderla con una didáctica empalagosa que nadie le ha pedido. Yo me desentendí, había activado el botón de la resignación, me olvidé de Analia Turi-Bari, abandoné las cavilaciones con sentido histórico y me sumergí en los pensamientos más pedestres y absurdos relacionados con la inmensidad del océano Atlántico que tendríamos debajo, una vez el avión partiera de Recife.

La mañana del 11 de mayo nos sorprendió planeando sobre un mar apacible en las costas de Gabón. El azul del mar y enseguida la selva verde daban la impresión de que el color amarillo le sobraba a la bandera de la nación. Los tres colores y su significado volvieron a ajustarse cuando aterrizamos en el Aeropuerto de Libreville. Había un sol radiante. Gabón no era parte de la gira oficial, pero aprovechando la escala, la homóloga de Francia Márquez, la vicepresidenta Rose Christiane Ossouka Raponda, decidió hacerle una atención protocolaria corta, con alfombra roja y guardia de honor, para entrevistarse con ella en uno de los salones del aeropuerto. Más allá de la vicepresidenta, su pareja, el traductor y los miembros de su guardia personal, solo podían disfrutar del anhelado descenso un funcionario de la Cancillería y el equipo de prensa. Yo, desesperado, recorría el pasillo del avión como un penitente. Una de las auxiliares de vuelo, oficial de la Fuerza Aérea Colombiana, debió notar mi angustia porque dijo las palabras necesarias, en el momento justo, con la sonrisa adecuada:

–Si quiere puede acercarse a la puerta del avión y pararse en la plataforma donde comienza la escalera de descenso.

Parece que usó las mismas palabras con Armando Soto, o simplemente –como director de Asuntos Culturales de la Cancillería de Colombia acostumbrado a los vuelos diplomáticos– vio como la cosa más normal hacerse en ese lugar sin que nadie se lo sugiriera, porque cuando salí a la luz ya él estaba allí. Conversamos unos minutos, miré el cielo absolutamente despejado, me fijé en la abundante vegetación a ambos lados de la pista y le pedí que me tomara un par de fotografías en las que se pudiera ver a mis espaldas el escenario por donde entraron y debían volver las dos vicepresidentas. En una de ellas se ve al fondo, en una marcha segura, de lado a lado, el regreso de dos mujeres con la cabeza en alto y varios hombres detrás. Un par de semanas antes había leído un comentario de Guy Rossatanga-Rignault –abogado, politólogo y sociólogo, exdecano de la Universidad de Gabón– consignado en el libro La máscara de África, de V.S. Naipaul. En el año 2008, cuando Naipaul pasaba por Gabón en trabajo de campo para su libro sobre las creencias religiosas africanas, Rossatanga le dijo: “Las mujeres son muy importantes en esta sociedad. Ellas son el auténtico poder. Somos una sociedad matrilineal, tomamos el apellido de nuestra madre, y las mujeres dan la vida. Este país no está hecho para los hombres. El cuerpo de las mujeres es más fuerte, y por eso son brujas”.

Se despidieron con una ritualidad cálida a un metro de la escalera. Yo entré de prisa y me quedé junto a un grupo que se encontraba a la altura de los primeros asientos del avión esperando su llegada.

–Acá los están esperando –sonrió Francia–. Tienen 885 kilómetros de costa y la vicepresidenta me acaba de decir que los diplomáticos que vienen al país no quieren salir del mar.

El 85 % del territorio de Gabón es selva tropical y los catálogos de promoción de ecoturismo dicen que es la “más densa y virgen del continente” africano; tiene trece parques naturales que representan el 11 % de un territorio total de 267.667 km2; 2.301.000 habitantes y una baja densidad poblacional de apenas 9 habitantes por kilómetro cuadrado. Yo volví a mi asiento y a Rossatanga: “Las nuevas religiones, el islam y el cristianismo solo están por encima. Dentro de nosotros está la selva”, dijo en la entrevista con V.S. Naipaul. No era una afirmación sustentada en el activismo y las políticas ambientalistas –que por supuesto son muy fuertes en Gabón–: fue una declaración arqueológica que cavó con cuidado buscando las capas más profundas de los acervos culturales gaboneses en su diversidad étnica. Las expresiones más refinadas de las bellas artes de la nación, “nuestra música, nuestra pintura, nuestra escultura, todo está vinculado a la selva”. La selva está dentro. Incluso, dentro de aquellos que no sacaban un pie de Libreville: “Yo creo que [los] espíritus de la selva están vinculados a la psique de nuestro pueblo, incluso si viven en la ciudad”. El profesor Rossatanga concluyó con algo que refuerza la idea de la selva en su condición ontológica, aquello que define el ser y estar de los nacidos en Gabón, y que quizá explica por qué, en el corto encuentro con Francia Márquez, a la vicepresidenta Ossouka Raponda se le ocurrió usar los kilómetros de playa como un gancho para promocionar al país; la playa es el lugar de los diplomáticos, es decir, de los extranjeros, no de los locales. El profesor dijo: “Aquí en Libreville verá gente chapoteando en el mar, pero por lo general los gaboneses no quieren ir al mar porque no son nuestros dominios”.

 

***

 

Pero a veces, éramos locales.

–Los tres son de Kenia. Ustedes dos del centro del país y tú de la costa oriental. 

Lo dice Kenneth Samson Ombongi, un joven profesor del departamento de historia y arqueología de la Universidad de Nairobi, desde el espíritu cosmopolita que le dan sus tres doctorados y tres maestrías en tres países diferentes (Kenia, India e Inglaterra) y desde la comodidad de su traje azul oscuro que lleva como un gentleman de sobriedad estudiada. Los centro-keniatas a los que se refiere Ombongi son los profesores e historiadores Sergio Mosquera Mosquera, chocoano, y Alfonso Cassiani Herrera, de San Basilio de Palenque. El keniata oriental soy yo. Estamos reunidos en uno de los salones de Bomas of Kenia, un centro cultural ubicado en Langata, 18 kilómetros al suroeste del centro de Naorobi, discutiendo sobre opciones de intercambio académico y cultural entre Colombia y Kenia. Las profesoras Wangari Grace, una artista escénica, escritora, narradora, autora de cuentos infantiles, y Mshaï Mwangola, pedagoga, actriz, narradora y directora del Centro de Liderazgo Africano de Nairobi, con las que conformamos un grupo de seis personas, asienten con sonrisas el comentario. La afirmación tiene la intención de crear un ambiente didáctico: Kenneth, Wangari y Mshaï son el espejo keniata en el que nos miramos los colombianos afrodescendientes Sergio, Alfonso y yo. Por el fenotipo, Sergio y Alfonso se confundirían con personas nacidas en el centro de Kenia, de donde efectivamente son Kenneth y Wangari, y yo –de acuerdo con esta lógica– no tendría problemas en moverme como un paisano más por el oriente de Kenia, hacia el océano Índico, la región donde nació Mshaï. Suele pasar que estas comparaciones también las hacen los afrocolombianos cuando los africanos visitan sitios de Colombia con población mayoritariamente negra o que los mismos africanos juegan a en qué lugar de la Colombia negra ubicarían a ciertos africanos.  

En el tumulto que se armó la noche que nos registrábamos en el hotel en Johannesburgo –a donde nos trasladamos en autobús después de haber aterrizado en el aeropuerto militar de Pretoria–, una pareja de sudafricanos blancos se acercó, con cierto fastidio, a preguntarle a uno de los agentes de seguridad de Francia Márquez si había otro lugar habilitado donde ellos se pudieran registrarse sin la molestia de esperar a que la recepción se desocupara. Debido a su oficio, y cierta actitud orientadora para que el proceso fuera más ágil, lo habían confundido con surafricano negro trabajador del hotel. El oficial sonrió y me miró cómplice. A veces nos sorprendíamos hablándole a Bonga –habitante del Soweto, de la etnia zulú, conductor del vehículo que nos transportó en Johannesburgo y Pretoria– con la típica guasa verbal de algunas regiones de Colombia. 

–Si yo pregunto aquí, en estos momentos, quién no es de Nairobi, estoy completamente seguro de que nadie la señalará a usted.

 Lo dice Sakaja Arthur Johnson, gobernador del condado de la ciudad de Nairobi, dirigiéndose a Francia Márquez, durante un desayuno en Karura Forest, un pulmón en medio del corazón de Nairobi, producto de la lucha de Wangari Maathai, primera mujer africana en recibir el Premio Nobel de Paz. La noche anterior también se había hablado de la comunión: Francia comenzó su discurso en el acto cultural en Bomas of Kenia, frente al ministro de Cultura de Kenia y la viceministra de Turismo, diciendo que nos estábamos sintiendo como en casa, y que ella, como mujer afrodescendiente, era consciente de que aquello era un regreso a la tierra madre. Pasaron unos segundos mientras se hacía la traducción, antes de que el auditorio estallara en aplausos. “Esta no es una visita cualquiera, es el reencuentro de pueblos que fueron separados, y hoy venimos a reestablecer relaciones diplomáticas y familiares”, continuó diciendo. Era, de alguna manera, la ampliación de la noción de Casa grande –que suele usar desde los tiempos de la campaña electoral– a una dimensión transnacional y transcontinental. Los acuerdos que se hicieron en términos comerciales, políticos, educativos y culturales tienen detrás los referentes de una memoria remota producto de la diáspora forzada de millones de personas arrancadas durante cuatro siglos para ser transportados en un viaje sin mapa y sin brújula a diferentes territorios de América. Pero esta no es una memoria de folletín, redonda y homogénea. Cuando el profesor Kenneth Samson Ombongi, sacó el espejo keniata para que tres hombres negros de un país receptor de la diáspora en América nos miráramos, sabíamos que nos estábamos viendo en un espejo trizado. Un espejo partido en muchos pedazos, que devolvía una imagen reconocible pero también deforme, matizada y desigual. Las lógicas de la esclavización en Kenia, por ejemplo, no coinciden ni temporal ni espacialmente con las lógicas de la esclavización en Colombia –como pudimos discutir a partir de las maravillosas observaciones de las profesoras Wangari y Mwangola–, pero también es cierto que fenómenos comunes como el cimarronaje, ocurrido en momentos diferentes, representan un escenario atractivo de estudio comparativo.  

Hace ya un tiempo, David Van Reybrouck, en una historia del Congo –todavía insuperable–, dijo que existía un fastidio en ese territorio porque se consideraba que el inicio de la historia del Congo coincidía con la llegada de Henry Morton Stanley en la década de los setenta, “como si antes de esa fecha los habitantes de África Central vagaran tristes en un presente eterno e inmutable y tuvieran que esperar el viaje de un blanco para liberarse del cepo de su indolencia prehistórica”. Esa idea –como también lo señaló Van Reybrouck– olvidaba un “pequeño” detalle: que en África, cinco o siete millones de años atrás, “la línea de la especie humana se separó de los simios antropomorfos”, y que había sido también en África donde hace cuatro millones de años el ser humano empezó a caminar erguido. La construcción de las cronologías históricas representa una declaración de principios y de intereses políticos. En la milenaria historia africana, la esclavitud infame a la que fueron sometidos algunos pueblos, pese a lo desgarrador que fue, es apenas un momento de una historia vastísima, pero para las relaciones diplomáticas y políticas con los países africanos reunidos en la Unión Africana con sede en Etiopía, es un punto de partida en la medida en que se reconoció a la diáspora como la sexta región en la nueva lógica del panafricanismo. Una vez establecido eso, hay que ampliar la visión porque no es suficiente el espejo de la diáspora para establecer relaciones con un espacio sumamente rico, diverso y complejo.

Francia Márquez lo sabe. Por eso se comprometió con una gira apretada y agotadora –la más alejada del turismo–, en la que todas las noches –sin importar la hora en que terminaran las agendas simultáneas– las comisiones debían presentar un informe de los resultados del día. En más de una ocasión, en medio de la cordialidad de sus intervenciones en los encuentros de evaluación, recordó que no había llevado a nadie a pasear, mientras yo soñaba con tomar un tren de Nairobi al puerto de Mombasa, atravesar el maravilloso parque nacional Chyulu Hills y encontrarme con las historias del océano Índico. La última noche en África me crucé con ella en el hall del hotel en Adís Abeba, en Etiopía:

–Profe, estoy cansada –me dijo casi en susurro antes de comenzar una última reunión de evaluación. 

Yo respondí con una sonrisa y pensé que tenía todo el derecho a decirlo. En Colombia, algunos se disponían a almorzar, otros, que consideraban que los encuentros con África debían tener el mismo estilo de aquel que protagonizaron Henry Morton Stanley y David Livingstone, la mañana del 10 de noviembre de 1871, seguían botando espuma por la boca.  

 

ACERCA DEL AUTOR


Javier Ortiz Cassiani

En 2019, Libros Malpensante publicó El incómodo color de la memoria, una compilación de sus ensayos, columnas y perfiles sobre la raza negra. En 2020 se lanzó una segunda edición aumentada. Es columnista habitual de esta revista.